jueves, julio 20, 2006

Sigamos Enamoradas en Maldita Kubana


Malditas lecturas
Por Cecilia Romana
Viernes, once y media de la noche. Estamos en lo de Dedé, tomándonos un Latitud 27. Tendríamos que ir saliendo, porque leemos en Maldita Kubana en diez minutos. Me entra un mensaje al celular: esto es un antro. La del mensaje es una amiga que se mandó directamente a la calle Humberto Primo. Yo soy Romana. Está Manuel, Kari y las chicas ¿Vamos igual?, pregunto. No, dice Marina ¡Estás loca!, grita Dedé. Y como ella es abogada y nunca se desorienta antes de las dos de la mañana, apagamos las luces y partimos.Es verdad. Es un antro. El taxista se ríe. De afuera: la persiana baja y un letrero que dice “Tapicería”. Pasamos delante de la puerta cinco veces y no nos damos cuenta de que “ése” es el lugar. No queremos darnos cuenta, como las mamás que no se resignan a aceptar la fealdad de sus hijos, o su gordura, en fin, abren la puerta y ya estamos en el baile. Olor a pasto quemado -¿se dice así?-, olor dulce, humo, cincuenta personas entre varones y damas, amigos que se acercan a saludar. El lugar no tiene más de tres metros por cinco. Lo juro. Una chica cubana –o caribeña, en general-, ofrece lo que tiene: daikiris. No, gracias.Lo que sigue es: sube un poeta algo ajado a la tarima y dice sus versitos en tono jocoso. Nos queda a nosotras la ingrata tarea de ganarnos al público con poesía sentida y real. Esfuerzos: muchos. Resultados: nulos. Mientras lee Marina, unos franceses hablan de la toma de la Bastilla –era el leit motiv de la noche-, cuando lee Dedé sus increíbles poemas de África, se oye un grito desde la calle: ¡Aguante Adrián! Y bueno, no digamos nada de cuando me pongo a leer mi Zurita: salta un chileno que se cree el dueño del premio nacional andino y me recrimina que hable sobre él.En honor a la verdad: no sobran los reductos donde se lee poesía y, a pesar del desinterés de algunos oyentes –que siempre son los más vivarachos-, de pronto, ver caras conocidas alegra y una se dice: uy, algunos me quieren, otros me respetan.Salimos, porque Marina se está asfixiando. Son las dos de la mañana. El anfitrión del ciclo nos sigue hasta la calle para agradecernos. Es Rodolfo Edwards y está contento. Habla rapidísimo, mete diez palabras por segundo: gracias, chicas, gracias, Romana, gracias ¿adónde se van?Miro a los posibles acompañantes, son todos buenos escritores, hasta –diría- hay uno que es excelente. Está apoyado en un auto como si tuviera quince años, pero tiene más de cuarenta.Nos vamos al balcón de Humberto Primo y Defensa.Más tranquilas, ahora que sólo somos chicas –porque los vates renegados decidieron que se nos unían después-, nos pedimos un Trapiche y comentamos lo importante de la velada: cómo estaba vestido el poeta que leyó antes que nosotras y la edad del muchacho que venía con él ¿Algo más? Sí, clic, foto para recordar el momento en que somos jóvenes y ninguna tiene un novio que le ladre por la hora y la borrachera. Otra: clic, con flash, en manos de la moza de pelo corto ¡Quiero que nos hagas una remera como la tuya, pero que diga Sigamos Enamoradas!, dice Marina. La mía dice Zu-ri-ta, aunque estoy segura de que llego a casa y la quemo como hicieron los brasileños con la estatua de Ronaldinho.Suena mi celular ¿Casi las tres de la mañana? Horario de novio, o algo por el estilo. Sí, algo por el estilo. Le digo a Kari si compartimos taxi. Obvio. Y terminamos subiendo todas, como siempre. El auto va dejando chicas lindas por la ciudad como un pool escolar. Atrás queda la promesa a los muchachos de Maldita Kubana, cuando estamos solas nos sentimos amazonas.Nada tenemos, ni un novio que nos ladre.O sí, yo tengo uno que me ladra, pero no es mi novio. Uy, justo me está llamando. Es mi sabueso.

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