miércoles, febrero 09, 2011

Hotel Quequén IV, Submarino - Fragmento II

BUENOS AIRES


Diego Di Vincenzo nació en la ciudad de Buenos Aires. Desde hace 15 años trabaja en la actividad editorial: ha pasado por Ediciones Santillana, por la tradicional Editorial Estrada (donde fue Editor general) y, actualmente, por Kapelusz editora, en la que se desempeña como Gerente de Contenidos y Marketing en el área de Educación.



UNA FOTO


¿Qué año habrá sido? ¿2002, 2003? Estamos en un alto del camino. ¿Quién sacó la foto? Es un plano medio, o tal vez, un cuarto (dado un cuerpo, se lo divide imaginariamente en cuatro, y la imagen capta uno de los cuatro cuartos).

Estábamos caminando por la playa. Habríamos llegado unos minutos antes. Vino esa foto a darme en los ojos una de esas tardes de mudanza. El lugar de esa foto, como el lugar que dejé por la mudanza, ya no me pertenece. (“Pertenecer” aquí quiere decir: propio por frecuencia. Un lugar me pertenece en la medida en que lo frecuento, en que lo hago propio, de modo que debí marchitar una parte de este pobre cuerpo mío para quitar esos lugares y para quitarte junto con ellos. Marchitar no es más que pudrirse, dejar morir).

Gesell, esa playa de Gesell, la de Prefectura, fue nuestra salida de fin de semana largo.

Cargué tantas veces mi auto con amigos tuyos y míos, hermanos, sobrinos y otros amigos. Manejar en la ruta es aburrido. Me dabas mate, alguna medialuna. Y un prolongado canto. Siempre cantábamos marchas patrias, zambas entrañables y tangos de ocasión. Dos veces fundí el auto yendo a Gesell: no podía bajar de los 140. Una vez, lo fundí apenas salimos, ni bien llegábamos a la rotonda de Pinamar. Conseguimos un remolque que nos costó 200 pesos, y el viaje se hizo largo. ¿Sabés que en otras ocasiones, ir al mar o a Córdoba, por ejemplo (yendo sin vos, digo), quiso decir temblor? De pronto, el cuerpo, las manos empezaron a temblarme, y el temblor no me dejaba agarrar un Rivotril. Ahora retoño un cuerpo nuevo y tiemblo menos.

De tanto en tanto pienso, un poco motivado por el frenesí musical, que “toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado”. Y me enojo. Me enoja el “todo” de “toda mi vida”. O el de “era para mí la vida entera”, que es una manera de decir: “toda la vida”.

En la foto estamos muy parecidos. Los dos con anteojos, los dos más gordos que ahora (yo, más gordo que ahora). De vos no sé casi nada hace más de un año. Hace poco, un amigo me contó que te vio, y yo hubiera preferido que no me contara nada porque esa misma noche te soñé girando de belleza, y en el sueño quería tocarte la espalda como te la tocaba siempre, fascinado por la tersura de una piel tan agradable al tacto. Y vos no me dejabas. Me decías que mejor no, que para qué.

En la foto tengo una camisa de cuadros que es fea. ¿Por qué me ponía esa camisa horrible y no me importaba? ¿Qué es, en verdad, lo que importa cuando el amor se ha instalado en el quehacer cotidiano de uno? ¿Qué comer? ¿Qué película ver? ¿Qué día ir a la casa de? No lo sé. En cualquier caso, la ropa no. Y si supieras el tiempo que me lleva elegir ahora, antes de salir, la ropa con la que voy a hacerlo.

Yo nunca te dije que, cuando estábamos en el agua, a mí me daba un poco de miedo que te fueras tan lejos, que pudieras ahogarte, que no supieras volver. Entonces un poco te retaba, te decía que volvieras. Lo hacíamos para tocarnos debajo del agua, y reírnos de esa obscenidad a tan pocos metros de la gente. A mí siempre me aburrió ir al muelle, igual no decía nada. ¿Qué otra cosa se podía hacer en la costa, más que caminar por la playa, remojar los pies en el mar, comer pescado? Mi rito recurrente, cuando llego al mar, es otro: quitarme los zapatos y sentarme a contemplar el todo del mar (¡otra vez con el todo!). Me quedo quieto unos buenos segundos. A veces rezo un Padrenuestro. Y respirar… respirar ese olor a pescado, a sal, a yodo.

Ahora pienso en esa foto como cuando miro las fotos de mi infancia. Están los nonos, los tíos… todos muertos. Pienso en las fotos, o agarro algunas, cuando están por llegar las Fiestas. El año pasado me quedé en Buenos Aires para el 31. No quise ir a casa de la tía de mi cuñada. Les dije a mi papá y a mi mama: Vayan ustedes. Fue decirlo como quien dice salto al vacío, porque no iba a pasar el 31 solo. Mi papá me dijo que de ninguna manera, que la pasaba con él, que se le había metido la idea de que ese era el último año de su vida. A mí eso me asustó un poco. Al final, la pasamos los tres: con mi mamá y mi papá. Mi viejo me abrazó fuerte cuando dieron las doce, y me dijo al oído: No sabés lo que lloré este año por vos. Y sí, nos asustamos. A mí el susto me duró casi un año. El susto del retoño. Para dar nuevos retoños, debí primero marchitarme y morir.

¿Cuánto dura una vida? ¿Lo que dura el amor? Eso me lo enseñaron de chiquito. No hay mayor amor que dar la vida, cantábamos a los 12, 13 años.

Como vienen a romper las olas contra la escotilla, así se rompió la caja de vidrio en la que te había puesto. Te había guardado en la fragilidad de esa caja, y aunque te puse las franelas y los papeles del embalaje, igualmente se rompió. Fue largo el trabajo de recomposición. Me dediqué día a día a pegar cada uno de esos vidrios (casi astillas) rotos.

El mar se parece a esto que te cuento en vano. Va y viene; las olas suben y bajan, remueven y limpian. No te creas que he vuelto a Gesell. No creo que vuelva. Menos ahora que es verano. Y a nosotros nunca nos gustó viajar en temporada.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bien la foto, Marinita. Muy bien.

Anónimo dijo...

qué foto?
digo, cuál...

Monica dijo...

cuando estuve parando en un hotel en palermo un fin de semana fui a mar del plata.. esa foto me hace acordar a la playa de ahí. mucha paz cuando no es temporada

Jorge Ramiro dijo...

Hola! Muy buena entrada, y excelente fotografia... He ido varios años y a varios hoteles en mar del plata pero nunca he visto la playa despoblada como en esa fotografia. Jaja. Saludos